Cuando salía del centro de menores después de mi primera vez allí, recuerdo que uno de los guardias me dijo con toda la confianza del mundo: "Confía en mí, te volveré a ver pronto".
Tenía razón. Me enviaron al centro de menores de San Francisco, llamado Centro de Orientación Juvenil, cuatro veces por sentencias que duraban entre dos semanas y dos meses. Por aquel entonces vivía sin mis padres, así que hacía cosas para ganar dinero y sobrevivir. En lugar de rehabilitarme, el centro de menores sólo me hizo sentir que tenía menos control sobre mi vida.
Es un sistema que no debería existir, y es hora de abolirlo. El centro de menores es una reliquia del pasado: niños, en su mayoría jóvenes de color, arrancados de sus familias y comunidades y metidos entre rejas porque el gobierno no sabe qué más hacer con nosotros. Sólo en San Francisco se gastan 300.000 dólares al año por cada joven encerrado en el centro de menores, ¿y para qué? Mi experiencia en el centro de menores, y el hecho de trabajar con otras personas que han pasado por allí, me ha enseñado el despilfarro que supone gastar tanto en el encarcelamiento de niños. Es un dinero que podría gastarse en programas y otros esfuerzos que realmente ayudan a los jóvenes a encontrar un lugar y una voz en el mundo, en lugar de arruinar sus vidas.